Era el García Márquez del fútbol, un perfume extraterreste que dejaba cabriolas en el campo con el aire ceñudo de un intelectual enfadado con el mundo. Calmaba la ansiedad de ver jugar con la memoria de lo que él inventó y gracias al tabaco, que al fin fue su enemigo mortal. Su manera de jugar remitía al realismo mágico del de Aracataca, pero, como Gabo, engañó a todo el mundo haciendo creer que esos inventos procedían del cielo, o de la magia, y no de la tierra.
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