En el hotel de Bassano del Grappa donde se alojaba Nairo Quintana antes de ganar el Giro de 2014 tenían una grappa extraordinaria, con sabor a regaliz y a barrica de roble. Magnífica. Tan buena que un cliente allí alojado pidió por la mañana si le podían vender una botella. Le dijeron que lo sentían. Que esa grappa que tanto le había gustado la hacían solo para ello, que no estaba a la venta, que su crianza era un secreto. Tan secreto como las motivaciones del pelotón, tan inescrutable como el rostro de Nairo o los movimientos del tártaro Ilnur Zakarin, la pólvora del día. Tan complicado de comprender como los movimientos de los corredores, los cuatro, que pueden ganar el Giro o como la interpretación de los laberintos militares de la subida al altiplano de Asiago, las curvas de herradura en las que unos cuantos, los llamados escaladores, intentaron el imposible, y donde Tom Dumoulin y sus amigos, los grandotes, los llamados rodadores, resistieron tras una pelea sin fin ni ganadores. Los que llegaron delante pensaron que habían perdido, los que llegaron detrás suspiraron por creer que no lo habían perdido todo.
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