Hubo un día, hace apenas unos meses, en que se decía que Griezmann podía sentarse a la mesa de Cristiano y Messi. Concretamente lo decía él. “Quiero comer en la mesa de Messi y Ronaldo”, afirmaba el francés. Coincidía tal declaración de intenciones con su tercer puesto en el Balón Oro de 2016. No es que este que escribe tenga un especial aprecio por un premio individual en un deporte de equipo, galardón que, además, no han ganado Raúl ni Laudrup ni Xavi ni Maldini, por citar solo a cuatro que no cayeron en gracia. No le ve uno mucho pedigrí al trofeo de marras por dorado que sea. Pero ese año Griezmann alcanzó un lugar entre los elegidos. Mucho han cambiado las cosas en 12 meses. Tanto que hace poco el Metropolitano despedía al jugador con una sonora pitada en el derbi ante el Madrid, una escena poco habitual en casa del Atlético, un lugar donde a la familia (que diría Simeone) se la quiere haga lo que haga, y ahí está Fernando Torres para demostrarlo. Pero aquel día el respetable dio la espalda a Griezmann como si del Bernabéu se tratara, que allí sí que te zurran sin piedad, sobre todo si tu apellido empieza por b y eres delantero.
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