Nadie se fijó en él. Iba de verde, llevaba guantes y de vez en cuando bebía de un botellín de agua que colocó al lado del poste izquierdo de la portería que defendía. También se pegaba caminatas de adelante para atrás y vuelta a empezar. Pero para que los jugadores del Murcia vieran algo más que la silueta de Cillessen, debían otear el horizonte y aguardar a un milagro porque por un lado el Barça no fallaba y por el otro, su técnico, demasiado timorato, prefirió perder con dignidad antes que con la ambición de marcar un gol en el Camp Nou.
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