Cuando está centrado es un tenista que parece una corriente de aire. Sir Andy Murray, número dos del mundo, ganador de Wimbledon 2013, del Open de Estados Unidos 2012 y de los Juegos Olímpicos de Londres ese mismo año, es un vendaval en 2015: ha llevado este año prácticamente solo a Gran Bretaña a su primer final de la Davis en casi 40 años, y quiere el primer título para su país desde 1937, cuando el mítico Fred Perry estaba al frente. No ha perdido un solo partido en las eliminatorias, ni en individuales ni en dobles con su hermano Jamie. Tenista potente, creativo y talentoso, Murray es uno de los grandes por derecho propio: su único problema es una cabeza que a veces le traiciona. Ese, y una mala jugada de la historia: Murray no ha sido nunca número uno porque es contemporáneo de Federer, Nadal y Djokovic, tres de los mejores de todos los tiempos, una verdadera troika tenística. Pero ni el suizo ni el español ni el serbio están a partir del viernes en Gante, la ciudad flamenca que alberga la final entre la clase media de Bélgica, con la sombra de la alerta terrorista, y el lujo que supone este escocés que, a sus 28 años, quiere sacarle brillo a su currículo y se ve capaz de ganar él solito los tres puntos necesarios para levantar la ensaladera.
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