Nada más llegar al Barcelona, Luis Enrique se mostró convencido de que su continuidad en el cargo estaría justificada únicamente por los resultados, de manera que renunció a cualquier experimento en el Camp Nou. El técnico asturiano dio a entender que prefería la seguridad táctica al riesgo ante una afición acostumbrada al mejor fútbol. De entrada, armó un equipo sin extremos pero muy largo, con transiciones kilométricas en el centro del campo, y que se partía con facilidad con una ventaja: era demoledor en las áreas. Bravo cazó las pocas ocasiones que le llegaron, hasta permanecer imbatido las nueve primeras jornadas de Liga, 776 minutos seguidos. Por ahí creció el equipo, a veces con tres centrales —enroscado Busquets en la faena— y dos laterales de ida y vuelta; muchas en un cómodo 4-4-2, con Messi por detrás de los delanteros, libre “para que haga lo que le dé la gana”, según el ideario de Luis Enrique.
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