El Valencia, pletórico tras su goleada contra el Málaga, medía si la Real seguía en el cielo que alquiló desde el principio de la temporada o se había instalado en un limbo más cómodo que placentero tras dos derrotas consecutivas. O sea, si el cielo le sostenía o le empujaba la ley de la gravedad. Pero al Valencia, que lleva varias temporadas en un limbo de alquiler elevadísimo, también medía su placentera nueva urbanización y su nueva estatura de la mano de Marcelino. Se midieron tanto que casi se pierden las referencias. Tanto que los goles caían sin necesidad de mover demasiado el árbol, frutas tan maduras como inesperadas, vareadas por momentos de inspiración más que por el riego del fútbol. Haberlo lo había, a ráfagas, a golpes de talento, de fortuna o de infortunio.
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