Hay algo placentero en el aburrimiento, supongo. Sucede que, ante la perspectiva de una nueva jornada de Champions League, casi de un modo automático, el buen aficionado se predispone durante las horas previas al encuentro para el placer más ortodoxo e imaginable, una orgía de goles y destellos técnicos que nos catapulte lejos del sofá y distorsione nuestra habitual rutina de miércoles a base de pequeñas descargas eléctricas. Sin embargo, en noches vacías como la de ayer, dichas expectativas erótico-futbolísticas terminan relegadas al rincón del a priori mientras la realidad se empeña en demostrarnos que no todo es frenesí en el mundo del deporte televisado y que, en ocasiones, encuentra uno igual o mayor satisfacción dejándose abrazar por ese sopor cálido y vagamente familiar —además de gratuito— que nos reconforta y alimenta del mismo modo que la enésima filigrana suicida de Leo Messi.
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