Me sucede con los hinchas argentinos algo similar a lo que me ocurre con la familia: algunas veces me parecen los mejores del mundo y otras los mandaría internar a todos en una clínica psiquiatra, especialmente a los barras y a una de mis abuelas, que se me antojan los peores de ambos bandos. Entre la admiración que me provoca su pasión desbordante y el desprecio que siento ante sus habituales excesos suele mediar una distancia muy corta que, por pura precaución, acostumbro a recorrer cuidándome bien las espaldas, como si temiera que en cualquier momento pudiera salpicarme tan penosa realidad y corriese el riesgo de quedarme enganchado a ella para siempre.
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