Chris Froome ha llegado a donde quería como quería. Ha llegado a Logroño, es decir, a la contrarreloj, con los deberes hechos, dispuesto a subir nota, con un minuto de ventaja sobre su principal rival, Nibali, una etapa ganada en la Cumbre del Sol, en Alicante —donde el año pasado le dobló el espinazo Tom Dumolin—, trasmitiendo la superioridad personal y la de su equipo, convirtiendo la carrera en lo más parecido a una dictadura (que permite algunos maquis, nunca una derrota) y 40 kilómetros por delante para cabalgar como un llanero solitario a sabiendas de su victoria: quizás no gane la etapa, quizás en Logroño gane la carrera.
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