Cada minuto que pasó Rafa Benítez de pie junto al campo en Malmoe fue un minuto contra sus nervios. El entrenador madrileño comenzó el partido impasible. Oteando el horizonte desde sus gafas de lector de tabletas como un funcionario ejemplar del servicio nacional de meteorología. Pero poco a poco fue transformándose. Somatizando angustiosamente el movimiento inevitablemente aleatorio, biológico, de los jugadores, incapaces de mecanizar acciones, fatalmente humanos, irremediablemente frágiles en el esquema táctico de 4-3-3 que el entrenador se afanó en compactar a grito pelado. “¡Varane!”, se desgañitaba, moviendo las manos ordenando el achique para que el central se pegara a los volantes. “¡Karim!”, gritaba al otro extremo, pidiéndole al punta que se retrasase. “¡Arbeloa!”, invocaba, clamando una basculación para presionar el saque de banda de un jugador sueco. De vez en cuando se giraba hacia el banquillo y lanzaba una maldición porque no había caso. No había modo de que los muchachos actuasen como autómatas.
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