Un gesto audaz marcó su primer acto en la final de la Libertadores. Al pisar el césped del estadio Monumental de Lima, Gabriel Barbosa no pudo resistir la tentación y acarició la Copa que el Flamengo no había visto desde hace 38 años. Para un delantero cuyo apodo tiene el sufijo gol, el hecho de tocar el trofeo antes de comenzar, más que presunción, expresa la confianza despojada de falsa modestia que prodiga el mayor goleador en activo en Brasil. El acto final, la coronación definitiva para una temporada inmejorable, vendría con la firma del oportunismo, la suerte y la persistencia que distingue a las estrellas predestinadas a hacer historia.
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