Es martes, son las tres y media pasadas en la residencia del Madrid en Valdebebas. Los jugadores van llegando después del entrenamiento. Kovacic se sienta delante de un ordenador con un empleado para elegir volante y color de los interiores y exteriores de un coche deportivo. Keylor Navas saluda amablemente a todo aquel con el que se cruza, aunque sea la primera vez. Sergio Ramos vacila a los responsables de prensa: “¡eh, que el catering este a nosotros nunca nos lo ponéis”. Casemiro (São José dos Campos, Brasil, 25 años) saluda con un apretón de manos y dos besos. Se sienta en uno de los sofás de la zona de estar. Habla pausado. Parece un chaval cualquiera y no una estrella de fútbol a punto de disputar su tercera final de Champions en cuatro años. Cuenta que cuando llegó a las categorías inferiores del Sao Paulo se tomó como un privilegio tener un sitio fijo donde dormir. Tener su cuarto y comida todas las horas del día si quería. Él estaba acostumbrado a cambiar de casa cada noche porque no había sitio en la misma habitación para su hermano, su hermana y su madre, que crio a los tres solita. A veces se iba a casa de la abuela, a veces a casa de la tía y los fines de semana a casa de sus compañeros para poder llegar a tiempo a los partidos.
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